Lo conocí en el Instituto. Yo tenía
dieciséis años, él dieciocho. Yo era estudiosa, poco sociable, algo rarita,
habitante de la biblioteca municipal, aunque los fines de semana salía con mis
mejores amigas a bailar o al cine, mis dos grandes pasiones además de la lectura.
Él era alto, guapo, distante, diferente.
Tocaba la guitarra, quería ser músico, estaba deseando salir del pueblo para no
volver. Nunca pensé que pudiéramos ser amigos; Antonio era demasiado guapo,
todas las chicas estaban locas por él. A mí, simplemente, me intrigaba.
Nos conocimos preparando el festival de Navidad de
hace cuarenta años, de 1973. Yo tenía buena voz, él tocaba todas las canciones
que me gustaban. A partir de ese diciembre, y hasta que los dos nos marchamos
de Elda, fuimos casi inseparables. Recuerdo domingo tras domingo de cafés y
paseos y conversaciones; de oír música y hacer planes; de imaginar futuros
esplendorosos, creativos, plenos. Compusimos algunas canciones, él la música,
yo la letra, en inglés y en español. Él era un “glam child” o quería serlo, en
la estela de David Bowie, de Lou Reed. Yo amaba las letras profundas,
complicadas, hermosas, los cantautores. Antonio me descubrió a Leonard Cohen
cuando yo ya estaba estudiando en Valencia y él vivía en Madrid. Vino algunas
veces a verme, a charlar, a soñar, a bailar juntos en las mejores discotecas.
Era un buen bailarín y un loco maravilloso. Nos queríamos profundamente, con
ligereza, con liviandad. Nos escribíamos. Podían pasar meses sin que nos
viéramos y, al encontrarnos, todo era como siempre. Él era la araña de Marte,
yo su Lady Stardust.
Los dos estuvimos en el extranjero, pero no
juntos; sólo nos unían las cartas que nos escribíamos. Yo me enamoré de Klaus y
empecé a hacer planes para marcharme a Austria. Él, un día, me contó lo que yo
sabía desde hacía mucho tiempo y él, decía, había descubierto recientemente:
que se había enamorado de un hombre que también lo quería.
Lo celebramos en un breve encuentro, los dos
solos, como en los viejos tiempos. Luego la distancia empezó a separarnos. No
había internet, ni móviles, ni redes sociales. Nos escribíamos alguna vez.
Llegó a conocer a mi hijo. Su pareja murió, y un tiempo después volvió a
enamorarse; llegué a conocer a su nueva pareja. Luego nos perdimos de vista
otra vez. Su vida no fue fácil pero nunca perdió la sonrisa y la capacidad de
querer, la generosidad de ayudar.
Habíamos pensado vernos este verano próximo, 2014,
después de más de diez años, aunque él insistía en que no quería que lo viera
ya tan mayor, tan desmejorado. ¡Como si esos años sólo hubiesen pasado para él!
El viernes recibí un Whatsapp de una gran amiga
común: Antonio había muerto de un infarto cerebral.
Curiosamente, me llamó la atención que en el post
anterior yo hablaba de la suerte de estar vivo.
Llevo todo el fin de semana dándole vueltas a lo
absurdo de su muerte; me acuden constantemente imágenes de nuestro pasado
común. Lo veo bailando en Le Paradis, oigo el Transformer, de Lou Reed,
tarareo Kookies, Starman, de Bowie, canciones que cantábamos a
voz en grito por las calles desiertas. Nunca consiguió alcanzar sus sueños en
la música, pero amó mucho y fue muy amado.
Con él se va un gran pedazo de mi historia que
ahora tendré que cuidar por los dos, para los dos. Ahora narraré nuestra historia
común sin que él pueda contradecirme con su sonrisa de duende. Hay un lugar en
mí que pertenece a Antonio. Si los fantasmas pueden volver, ahí tiene su casa.
Lo sigo queriendo. La muerte no tiene nada que ver con el amor.
Murió un viernes 13. El trece del doce del trece.
Siempre fue un original. Creo que le habría gustado.