lunes, 3 de febrero de 2014

La vida secreta de Walter Mitty, de Ben Stiller




The secret life of Walter Mitty es una de esas raras películas que han conseguido tocarme tanto el corazón como el cerebro: es divertida, tierna, imaginativa, bien construida, profunda y a la vez ligera; es una reflexión sobre la fantasía, y la vida y la ficción; y también un comentario sobre el uso del pasado y su importancia para el presente y para la configuración del futuro. Es un montón de cosas serias y sin embargo, cuando uno sale del cine, se siente ligero, vivo, alegre, optimista, a pesar de que la película termina con dos personas de cuarenta años que acaban de perder sus empleos.
Como estas líneas están destinadas a lectores que ya han visto la película, no me molestaré en resumir la trama, sino que voy a pasar directamente a comentar lo que me ha impresionado particularmente.
Lo primero que llama la atención nada más empezar a verla es que los títulos de crédito no se sobreimponen a las imágenes, sino que forman parte de la realidad descrita, con lo cual ya se anula la primera frontera entre la realidad de la ficción que vamos a ver y la realidad “real”, extratextual, de la gente que ha hecho posible la cinta. Además, no es un truco único sino que, a lo largo de la película irán apareciendo palabras y textos que completan las imágenes que estamos viendo, cosa que, por una parte nos deja claro que estamos asistiendo a una ficción, pero por otra parte nos aporta un componente lúdico sin desligarnos de la identificación con lo que sucede.
Enseguida, cuando Walter está esperando el tren que ha de llevarlo a su trabajo, surge por primera vez la arrolladora fantasía del protagonista y nos lo encontramos convertido en un Superman que salva al perrito de Cheryl, la chica de la película; y con ello entramos en otro nivel de ficción, el más evidente: los sueños diurnos de Walter Mitty que se alimentan precisamente de escenas cinematográficas mil veces disfrutadas y de clichés narrativos de toda la vida: el héroe, la doncella, el malo, la lucha a puñetazos, la declaración de amor eterno, el sacrificio hasta la muerte, etc.
Poco después lo acompañamos a su trabajo: la prestigiosa revista Life que durante décadas, junto a su compañera Time, conformó la visión estadounidense del mundo real para ofrecerla al resto del planeta. Las emblemáticas fotos de Life son las que, a lo largo de más medio siglo, han recogido y casi creado la actualidad, la realidad del mundo occidental. Caminando con Walter por los pasillos de la editorial vamos viendo fotos que han hecho historia, personajes para el recuerdo: Marilyn Monroe, la llegada a la Luna, John Lennon, Vietnam… momentos estelares del siglo XX. Y con eso entra otro nivel más en la ficción a la que estamos asistiendo: la realidad pasada por el ojo de los fotógrafos, seleccionada por ellos y por el equipo de la revista; la realidad que se conserva para el futuro, para que la gente del futuro tenga acceso al pasado, o al menos a la visión del pasado que Life decidió guardar, de acuerdo con su lema: “Ver el mundo, enfrentarse al peligro, mirar tras los muros, acercarse a los demás, asombrarse y sentir”.
Walter, el protagonista, es el custodio de esas imágenes, del archivo donde se guarda la realidad visual del siglo XX. Él, en su biblioteca sin luz natural, sin ventanas a la calle, conserva las escenas del pasado, las guerras, los triunfos, la naturaleza, las catástrofes, los retratos de quienes fueron actualidad y ahora son ya historia. Ahí, en ese archivo, es donde se unen los dos temas centrales de la cinta: la influencia de la imaginación y el pasado sobre la realidad y el futuro.
Poco a poco empieza a aflorar una de las aseveraciones de la película (me vais a perdonar que no hable de “mensaje” pero es que eso lo asocio o con el servicio de Correos o con los curas y los malos profesores de literatura de mi adolescencia): la realidad es susceptible de ser alterada, de ser cambiada de modo duradero. Cuesta trabajo, hay que echarle valor, y hay distintas formas de conseguirlo pero se puede hacer si uno quiere. Puedes pasarte la vida soñando lo que quisieras hacer o puedes tratar de hacerlo. Puedes fracasar en el intento, pero incluso fracasando has aprendido algo y estás unos pasos más cerca de lo que deseabas. Pero se trata de una aseveración suave, divertida, no es la lucha a muerte de los protagonistas de tantas películas americanas donde vemos a un hombre contra el mundo, que al final gana, sino la posibilidad que se le ofrece a un hombre normal de salir de su rutina con ayuda de su imaginación y luego, empujado por la casualidad, ir atreviéndose a dar el siguiente paso. Lo que no significa, en absoluto, que las cosas tengan que salir bien.
Además de los diferentes planos de realidad, a los que luego volveré, una cosa que me parece magnífica en la película es el uso de los objetos del pasado. Lo primero que aparece, además del archivo, es ese magnífico, inmenso, molestísimo piano de cola que impide de momento que la madre de Walter –magnífica Shirley McLaine– pueda mudarse a la residencia de ancianos que habían elegido. El piano, al ser un regalo de boda de su marido, adquiere en el pensamiento de los hijos la categoría de inviolable y, por tanto, se convierte en un peso muerto que, literalmente, los aplasta a todos. No es en absoluto casual que casi al final de la película las cosas empiezan a resolverse y aligerarse cuando madre e hijos deciden vender el símbolo del pasado, cobrar un dinero que les viene muy bien, y empezar a pensar en el futuro libres de esa carga. “Ya somos mayores los tres”, dice la madre cuando los hijos aún sufren pensando que traicionan al padre al vender el piano. Pero el padre, como se nos presenta a través de los recuerdos, habría estado de acuerdo con una solución tan pragmática.
Del mismo modo el muñeco que representa la infancia de Walter y por el que lucha como un superhéroe contra el malo de la película, sólo empieza a resultar útil y positivo al ser cambiado por el skateboard que le va a permitir volver a ser joven durante una escena impagable (el descenso por la carretera hasta el pueblo islandés) y que va a darle ocasión de conseguir el amor de Cheryl y ganarse el respeto de su hijo. También la mochila y el diario de viajes, que al principio de la película no son más que trastos viejos, se convierten en cosas útiles al cambiar el protagonista de actitud.
Es decir, que el pasado puede ser una losa que nos limita o puede ser un par de alas, según sepamos usarlo. Igual que la familia, que al principio parece lo típico de las películas de Hollywood, una fuente de molestias y complicaciones, pero que pronto se revela como algo tremendamente positivo. Madre e hijos se llevan bien, se ayudan, se quieren. Lo que se cuenta del padre nos hace ver que siempre fueron una familia unida, que el padre también estaba orgulloso de sus hijos, sin importar que el chico quisiera hacerse una cresta punk y fuera skater. Incluso el exmarido de Sheryl es lo bastante amable como para ayudarla a reparar la nevera que se le ha estropeado a ella. Y el compañero de Walter en el archivo es un tipo raro pero buena persona, como Todd, el de la agencia de contactos de Los Angeles.
El mundo “real” en el que viven los personajes no se presenta con dramatismo; los personajes tienen sus problemas, claro, los problemas reales y normales que todos sufrimos: la vejez de una madre que ha decidido retirarse a una residencia de ancianos, el divorcio, la soledad, la necesidad de encontrar el amor, el miedo a perder el empleo, la asistencia constante a castings donde uno es medido y pesado y muchas veces rechazado… Un mundo como el que conocemos, donde los malos no están ahí para matarte a tiros, sino – algo más real y terrible– para humillarte, para quitarte la dignidad y el trabajo; donde los malos no son tipos duros y perversos a los que puedes enfrentarte a tiros y a puñetazos, sino simples gilipollas de traje y corbata, mediocres que se creen primos de dios y que, por desgracia, tienen tu vida laboral en sus manos y contra los que no puedes luchar. Esa gente que también es, sobre todo, imagen, proyección, vacío; que no tienen ni siquiera la imaginación suficiente para soportar el día a día siendo a ratos otra persona, como hace Walter.
Y además de todos estos niveles de ficción y de esta bella reflexión sobre el peso del pasado, tenemos la figura épica de Sean, el fotógrafo que envía negativos de los de antes salpicados de su propia sangre que ha derramado en el ejercicio de su heroica profesión; una figura deliciosamente cliché, exagerada, arquetípica, que luego resulta ser un tipo encantador, un tipo que a veces, cuando una escena es demasiado bella, decide guardársela para el recuerdo propio, para disfrutarla mientras sucede y no enlatarla, ni fijarla, ni compartirla con nadie que no haya estado con él en ese instante. Ese fue para mí uno de los mejores momentos de la película: los pocos segundos en los que Sean tiene a tiro al tigre fantasma –“la belleza no necesita llamar la atención”– y en lugar de hacerle la foto, se limita a disfrutar de estar viéndolo.
También me ha gustado que la foto del último número de Life, la quintaesencia, sea la de un archivero, en representación de todos los profesionales de los que depende cualquier trabajo de equipo; esos profesionales que no se ven, que no tienen glamour, que se limitan a hacer bien lo que tienen que hacer para que todo funcione. Y me ha encantado la discreta y demoledora confrontación de Walter con el gilipollas de Hendrick, mucho más satisfactoria que la lucha entre superhéroes por las calles de Manhattan.
Y me ha parecido magnífico ese final real, cotidiano, tierno, de los dos protagonistas caminando codo a codo por la ciudad, como en un poema de Benedetti, felices de estar juntos, de haber visto la portada del último número de Life, de haber quedado para ver una función de Grease en una iglesia de barrio. Y el momento de valentía, de decisión, cuando Walter, sin mirar a Cheryl, la coge de la mano para cruzar la calle. Sin besos de tres minutos, sin desnudarse a zarpazos por el pasillo, sin hambrientas escenas de cama.
Dos personas que acaban de perder su empleo a los cuarenta años pero que están enamorados y se cogen de la mano por primera vez. Eso es realidad. Y buen cine. Y bálsamo para el espíritu.
Esta película nos recuerda que la realidad es mucho más amplia de lo que creemos, que hay muchas realidades, distintas para cada persona (los marineros chilenos del barco, el piloto borracho de Groenlandia, los warlords de Pakistán, la hermana del protagonista, el gilipollas que tiene que organizar el despido y el cierre de la empresa…), que existe la realidad de la imaginación, de los sueños diurnos; que esa realidad se apoya en ficciones cinematográficas y novelescas, y que éstas, a su vez, se apoyan en mitos y arquetipos tan antiguos como la humanidad. Y está la realidad de la imagen fotográfica, que es y no es real –es real porque se fotografía lo que hay frente a la cámara; no es real porque se selecciona lo que interesa, y se descarta lo que no conviene–, esas imágenes que conforman el mundo visual público que, poco después de su momento presente, pasan al archivo y se convierten para siempre en pasado inalterable. También está la escena en la que, al regresar Walter de Pakistán, lo hacen pasar por una pantalla de rayos X y vemos la “realidad oculta” de su esqueleto, lo que no es accesible a nuestros ojos. Y está la realidad del teatro, de la obra en la que trabaja Odessa, la hermana de Walter, –Grease- que representa el mundo “real” en un escenario. Y, por supuesto, la película en sí que, durante las dos horas de proyección, nos habla de un mundo tan real como el nuestro sin que dejemos de ser conscientes de que estamos viendo una ficción exagerada que tiene poco de realista y, sin embargo, es real.
Si continuamos así, veremos que en la base es todo un juego de espejos, pero Ben Stiller ha elegido con muchísimo tino –en mi opinión– el tono de su película. Con los mismos mimbres podía haber hecho una cinta lenta y reflexiva, o una obra surrealista o una historia de realismo mágico, o una de superhéroes sin más. Sin embargo ha conseguido hacer algo emocionante, que nos contagia el cariño que él ha puesto en ello, jugando con tantos detalles que resulta imposible mencionarlos todos.
Habrá que estar atentos a este hombre, aunque si nunca volviera a hacer otra película, ya le estoy enormemente agradecida por la felicidad que me ha dado las dos veces que la he visto: El día de mi cumpleaños me regalé volver a verla. ¡Gracias, Mr. Stiller!



lunes, 20 de enero de 2014

Libros que leen a su lector


Este fin de semana he leído un artículo en el New York Times del 7 de enero (voy atrasada, lo confieso; se me amontonan las cosas por leer) que no se me va de la cabeza porque presenta una novedad que a los escritores nos puede cambiar mucho la forma de trabajar en el futuro y no estoy nada segura de que me guste la idea. Es más, sé que no me gusta, pero quiero darle una oportunidad porque todo nuevo desarrollo tecnológico merece, en mi opinión, al menos un tiempo de reflexión antes de ser condenado. Por eso estoy escribiendo esto, para aclararme yo y para ver qué pensáis vosotros.
Resulta que, ahora que ya se pueden leer libros en e-readers, y almacenar la información sobre cómo son leídos esos libros (deprisa, despacio, linealmente, a saltos, etc.) han surgido unos “servicios” que ofrecen lectura a un precio increíble a cambio de información por parte de los lectores.
Me explico:
Este verano Smashwords cerró un trato para poner 225.000 libros en Scribd, una biblioteca digital con un servicio de suscripción que comenzó a funcionar en octubre pasado. Oyster es un servicio parecido basado en el área de Nueva York, y la cosa funciona así:
El lector se suscribe, paga una cuota mensual de 10 dólares y, a cambio, puede leer todo lo que quiera de entre los libros que están en esa biblioteca digital. Por supuesto es consciente de que sus costumbres de lectura quedarán registradas y serán pasadas posteriormente a los escritores que paguen por conseguir esos datos. De ese modo, todo autor puede enterarse en detalle de cómo se lee y se recibe su texto: puede saber cuántos de los lectores que empiezan a leer su novela la acaban realmente; dónde dejan de leer, con qué velocidad leen, qué pasajes leen más rápido, o más veces; qué pasajes se saltan...
El escritor puede darse cuenta, pongo como ejemplo, de que cuando sus personajes empiezan a reflexionar, la mayor parte de lectores se salta los monólogos interiores; que cuando pone una escena erótica o una escena de tortura, o una declaración amorosa, hay muchos lectores que la leen dos y tres veces; que cuando se amontonan los misterios y aún quedan muchas páginas, la mitad de los lectores se va directamente al final.
¿Eso es bueno o es malo?
Los inventores del asunto, evidentemente, dicen que con esta “ayuda” los libros serán cada vez mejores porque los autores sabrán exactamente qué quiere su audiencia.
Yo no creo que un libro vaya a ser mejor por darle a los lectores exactamente lo que quieren. Si el escritor no se arriesga, no prueba cosas nuevas, no intenta variar, sorprender, incluso tomar el pelo o engañar a veces a su lector, acabará repitiendo los mismos esquemas una y otra vez. Y soy consciente de que muchos lectores quieren exactamente eso: más de lo mismo; series con los mismos personajes enfrentados a problemas ligeramente distintos. Pero pienso que debe haber hueco para los escritores que queremos cambiar en cada novela, aunque nos arriesguemos a perder a algunos lectores que habían disfrutado de la anterior y sin embargo no se entusiasman con la nueva porque es otra cosa muy distinta.
Dentro de poco, se rumorea, Amazon empezará también a ofrecer este servicio a los lectores y pronto, lógicamente, empezará a ofrecer a los escritores la posibilidad de comprar la información obtenida. La tentación es grande. Estoy segura de que muchos escritores lo comprarán (¿compraremos?) aunque sólo sea una vez, aunque sólo sea “por curiosidad”, para ver qué les ha gustado más, qué les ha aburrido, si han terminado tu novela, si la han dejado ya en los primeros capítulos...
Y entonces, después de haber cedido a la curiosidad, y de haberle pagado a la empresa que ofrece estos servicios, y de saber (o creer saber) qué quiere tu público... entonces ¿qué? ¿Empiezas a quitar reflexiones, o descripciones, o escenas en las que sólo salen mujeres? ¿Empiezas a añadir violencia, o romanticismo? ¿Quitas páginas? ¿Quitas misterios? ¿Pones más escenas en lugares exóticos? ¿Fuerzas el final feliz?
A mí, la verdad, no me gusta la idea.

Exámenes

Está acabando el semestre y toca poner exámenes. Los estudiantes van locos tratando de memorizar lo que tendrían que haber aprendido poco a poco y con alegría. Los profesores van locos tratando de poner exámenes que no cuesten demasiado de corregir y permitan "objetivizar" las notas que van a dar.

Todos los semestres lo mismo.

Y yo, de toda la vida, detesto poner exámenes. Bastante más que hacerlos. Al fin y al cabo, hacerlos es cuestión de demostrar que sabes lo que deberías saber, pero poner exámenes es algo que me coloca en una posición de controlador que nunca he querido para mí.

Llevo muchísimos años dando clase, y me encanta enseñar. Sigo encontrando muy estimulante enseñar a otras personas a hacer cosas que yo sé hacer, todas relacionadas con la literatura, eso sí. Me gusta enseñar a leer como escritor, enseñar a analizar textos y a sacarles todo lo que tienen dentro, explicar el contexto histórico en el que surgió una determinada obra, llevar a los estudiantes a encontrar y comprender las alusiones, los guiños que un texto ofrece, la intertextualidad, la intermedialidad... Disfruto de ayudarlos a escribir mejor sus propios textos, a descubrir los fallos, a jugar con distintas posibilidades para ver cómo cambia un relato cambiando su narrador, su estructura, su punto de vista... Todo eso me parece estupendo. Pero cuando se acerca el fin de semestre y tengo que plantearme qué les voy a poner como examen, entonces empiezo a sufrir, simplemente porque detesto el concepto del examen en sí.

No sé siquiera bien por qué, pero el hecho de tener que examinarse después de un buen número de clases, me parece ligeramente humillante, tanto para los estudiantes como para mí. Desde mi punto de vista de maestra significa que no lo he hecho bien, ya que tengo que comprobar que de verdad han aprendido lo que he intentado enseñarles a lo largo de unos meses. Y que no me fío de ellos. Un buen maestro a la antigua debería saber qué nivel tiene cada uno de sus alumnos y, sin más, hablar con ellos y decirles si están ya a la altura necesaria o si tienen que seguir trabajando hasta llegar al nivel requerido. Y desde el punto de vista del estudiante, lo correcto sería haber dado suficientes muestras de lo conseguido a lo largo del aprendizaje para que el examen no se hiciera necesario.

Pero no. Yo tengo que hacer una serie de preguntas para asegurarme de que ellos saben contestarlas. Ellos me escriben respuestas que yo ya sé. Todos nos cansamos y nos aburrimos y cuando la nota no es positiva, además se enfadan, como si no tuvieran claro ellos mismos que aún no saben bastante.

A mí me gustaría trabajar con gente -poca- que de verdad quisiera aprender lo que yo soy capaz de enseñar, gente que confiara lo bastante en mí como para no necesitar exámenes, en una institución que se fiara tanto de sus profesores como de sus alumnos, un lugar donde unos estuvieran satisfechos enseñando y otros aprendiendo, donde los estudiantes llegaran a un punto en el que empezaran a ser mejores que sus maestros y los maestros estuvieran encantados con ello.

Sé que es utópico, pero no puedo evitar ese tipo de deseos. Especialmente cuando, como ahora, salgo de una reunión en la que se me pide que “sea realista” y que me deje de sueños inalcanzables –como el de reformar el plan de estudios para que nuestros alumnos puedan tener más libertad de elección, o el de diseñar una nueva página web para que resulte mínimamente atractiva para futuros estudiantes–.

Está claro que lo de “la fantasía al poder” quedó atrás. Ahora sólo queda el poder, sin fantasía, para unos cuantos seres grises –gris oscuro– que exigen muchos exámenes. Para los demás, claro.

miércoles, 8 de enero de 2014

?Por qué escribir?


Como el pensamiento va por libre y hace lo que quiere, yo llevo un par de días dándole vueltas a una cuestión que nunca me había interesado particularmente y ahora, de golpe, me viene a la cabeza una y otra vez: ¿por qué escribo? ¿Por qué dedico horas y horas de mi limitado tiempo sobre la Tierra, de mi única vida, a escribir ficciones, historias inventadas de personajes inexistentes? ¿Por qué me importan esas historias y esos personajes? ¿Por qué hay otras personas a las que también les importan?
Esto, claro, es una cuestión secundaria y tiene una explicación más sencilla. Como yo también soy lectora y derivo un gran placer de la lectura, puedo comprender que a uno le importen y hasta le preocupen los problemas de seres que no han existido nunca y que disfrute de las ficciones que otras personas se han molestado en crear. Creo saber por qué leo. Pero eso no resuelve la primera cuestión. ¿Por qué escribo?
Yo no escribo por altruísmo, para hacer felices a otros posibles lectores; me gusta que suceda, claro, pero no es mi motivación primaria. Tampoco escribo para que me quieran, como decía Scott Fitzgerald, opinión que comparten muchos otros escritores. Sé seguro que la gente que me quiere me querría igual si dejara de escribir. Incluso al principio, en mi adolescencia, llegué a sentir lo contrario: un vago temor de que mi familia y mis amigos me quisieran menos o dejaran de quererme al averiguar qué cosas tan raras se ocultaban en mi cerebro. Y sin embargo seguí escribiendo.
Definitivamente no escribo por vanidad ni para que mi ego se sienta mejor: vivo lejos, no acudo a tertulias de televisión, ni voy a cócteles y presentaciones. Todo el “ego boosting” que recibo es por escrito, a través de reseñas, comentarios o e-mails y creo que eso no le bastaría a nadie para pasarse varias horas diarias encerrado en casa poniendo una palabra detrás de otra. Tampoco escribo por dinero. Me gusta que me paguen por mi trabajo, evidentemente, y siempre me hace ilusión vender una novela y que la compren en otros países y que me den mis royalties cuando procede pero, si fuera sólo para ganar dinero, hay muchas formas más efectivas y menos solitarias de hacerlo. Aparte de que llevo más de veinte años escribiendo profesionalmente y sólo hace diez que podría vivir de ello, lo que deja claro que ganar dinero no puede haber sido mi motivación.
Ni escribo para comunicar una “verdad”, ni para abrirle los ojos al mundo, ni para hacer proselitismo de nada. Si fuera ese mi interés, habría entrado en política o me dedicaría a la publicidad o habría fundado una religión.
Y, además, la posteridad me importa un pimiento. Me parecería horrible que un plan de estudios obligara a estudiantes del futuro a leer mis novelas o mis cuentos. No necesito tener calles a mi nombre ni me apetece que coloquen un busto mío en un jardín con palomas, esos bichos asquerosos sin expresión.
Así que... ¿por qué lo hago?
Descartado (o casi) todo lo anterior, me temo que sólo me queda una respuesta: porque me da placer escribir, porque disfruto haciéndolo. Pero hay muchas otras cosas que me dan placer y, sin embargo, no les dedico tantísimo tiempo ni tantísimo esfuerzo. Me gusta dibujar del natural, y hacer yoga, y salir a caminar durante horas, y bailar, y cocinar platos complicados, y me encanta el cine... pero todo eso se queda para los ratos libres, después de escribir, no en lugar de ello.
¿Será para poder vivir más vidas que sólo la mía, tan pequeña, tan “normal”? ¿Será para averiguar qué hay dentro de mí, dentro de otros seres humanos? ¿Será porque no puedo evitarlo, porque las ideas y las historias surgen en mi interior como burbujas de cava y tengo que sacarlas para que no me vuelvan loca?
Si leéis esto, y también escribís, ¿sería mucho pedir que me digáis por qué lo hacéis vosotros?
Estoy segura de que me ayudaría mucho.